A exemplo do que venho fazendo em meus outros blogs ativos, apresento como texto inaugural de LITERATURAS HISPÂNICAS EM DIÁLOGO um trabalho já impresso, escrito em espanhol para disciplina do Dr. José Carlos Lisboa no curso de Doutorado na Faculdade de Letras UFRJ, em meados dos anos '80, e posteriormente publicado em Cuadernos de ALDEEU, Philadelphia,VIII (2):179-186, Noviembre 1992. Apesar de antigo, este texto mantém-se atual pela abordagem inovadora para a época e o local em que foi produzido, o que me leva a privilegiá-lo para postagem neste blog. Agradeço à Dra. Candelas Gala, atual Diretora dos Cuadernos de ALDEEU, bem como ao Dr. Francisco Javier Peñas-Bermejo, Presidente em exercício desta associação, por terem autorizado a presente reprodução de meu trabalho.
España puede enorgullecerse doblemente por se la Madre Patria del mito de Don Juan: éste, además de haberse convertido en la figura de mayor número de variaciones en la literatura universal, sigue suscitando, a lo largo de los siglos, duraderas y apasionadas polémicas. [1]
En medio de las discusiones, una conclusión se nos hace inevitable: fue sin duda Tirso de Molina quien, valiéndose de elementos tradicionales, perfiló, por primera vez en una obra literaria, el tipo de Don Juan. La duplicidad estructural de El Burlador De Sevilla Y Convidado de Piedra [2] está íntimamente relacionada con la psicología misma del personaje —encarnación barroca del ansia por gozos sensuales nunca satisfecha—, dividida en el burlador de mujeres y en el desafiador de la misericordia divina. La fusión de estos dos aspectos concreta el conjunto de características de Don Juan y pone de manifiesto una moraleja que sintetiza la ética general de las obras de Tirso.
Desde la época de su aparición en Literatura, la figura de Don Juan viene adaptándose a los cambios ideológicos y estéticos impuestos por las nuevas corrientes artísticas. El Romanticismo español revalidó los temas de la tradición nacional y, con ellos, el donjuanismo, que alcanza su mejor expresión en el Tenorio de Zorrilla, concebido con sus características psicológicas fundamentales —despreocupación, gallardía, audacia—, pero a través de nuevo prisma: la redención gracias al amor, sentimiento que atenúa su rebeldía, transformándola no en motivo para glorificación, sino en actitud reprobable, renegada por el personaje mismo en el instante decisivo. [3] El episodio del Convidado De Piedra, el cual se despliega en tres actos en la segunda parte de la obra de Zorrilla —La Sombra De Doña Inés, La Estatua De Don Gonzalo y Misericordia De Dios Y Apoteosis Del Amor—, preséntanos un personaje en transformación, llevado a manifestar un grado de introspección e indecisión que no pudo jamás integrar, por razones obvias, la psicología del Don Juan de Tirso. La obra de Zorrilla innova, asimismo, cuando altera las características formales y estructurales de El Burlador —riqueza del léxico, vivacidad de expresión, humor—, imprimiéndole mayor dinamismo y dramatismo a la acción.
Física y psicológicamente transfigurado por la óptica modernista, el famoso personaje regresaría, en 1922, en la obra de Azorín (José Martínez Ruiz; 1873-1967). Aunque su Don Juan no fue la creación literaria responsable por su consagración, se la puede considerar como una de las que mejor reflejan los ideales del Modernismo español. Sobresale, además, el hecho de que Azorín haya sido el único miembro de la Generación del ‘98 que ha expresado el pensamiento del grupo sin negar su participación en este movimiento. Al igual que sus compañeros, se preocupó por el aspecto formal; sin embargo, logró distinguirse de los demás a causa de su aguda sensibilidad, que lo aleja de lo meramente ideológico y le hace interesarse por las mínimas cosas que le rodean. En Don Juan, Azorín desvía su atención de la substancia humana para introducirse en el camino descriptivo y analítico, debiendo elegir, por ello, la estructura narrativa y no la dramática. No es la psicología del burlador lo que le importa al autor —pues no es exactamente la interioridad de un personaje único el eje de la obra—, sino más bien la vida interior del mundo exterior, la cual actúa sobre creador y personajes, levantando dudas.
El Prólogo de la obra es una alegoría que nos revela su principal línea de interpretación. Con un estilo ingenuo e inusitado, sólo dos breves párrafos —uno al comienzo, el otro al final— hacen mención a la figura de Don Juan: “Don Juan del Prado y Ramos era un gran pecador. Un día adoleció gravemente...” [4]. Prosigue la narración con la referencia a uno de los Milagros De Nuestra Señora, de Gonzalo de Berceo, [5] en el cual nos cuenta este autor la historia de un monje sensual y mundano a quien no lograban contener ni amonestaciones ni castigos: “Todos sus pensamientos eran para los regalos y deleites terrenos” (p. 13). Al fallecer, perseveraba el monje en su falta. Pero como el Monasterio en el que profesaba se encontraba bajo la advocación de San Pedro, éste quiso que se salvara el pecador. No obtiene el santo la solicitud del Señor para el milagro, y se lo ruega entonces a María. Entre María y el Señor “se entabló una patética y tierna contestación”, pues alegaba éste “el menoscabo que con la violación de todo lo establecido sufrirían las Escrituras” (p. 14). Al fin, vence Nuestra Señora. Se salva el monje de la historia de Berceo.
El destino de Don Juan es, no obstante, otro: “Don Juan del Prado y Ramos no llegó a morir; pero su espíritu salió de la grave enfermedad profundamente transformado” (p. 14) Don Juan no llega siquiera a morir, como sus antecesores. Pero su enfermedad —aunque mencionada solamente en el Prólogo— parece inducirle a una especie de peregrinación simbólica. Su historia se asemeja a la del poeta de los Milagros, quien, al iniciarse la obra, se nos presenta bajo la figura de un romero. Descansando sobre un delicioso prado, nos explica, a poco y poco, la alegoría que se va formando [6]: la romería es el camino de la vida; el prado, la Virgen, cuya bondad sirve de alivio para el dolor de los devotos. El apellido Prado y Ramos corrobora la analogía con la obra de Berceo: al igual que el poeta medieval, el Don Juan de Azorín es un romero; su trayecto son los desapercibidos u olvidados caminos que nos conducen hacia el corazón de España.
El primer contacto del lector con la caracterización de Don Juan define la singularidad de esta creación de Azorín: “[...] es un hombre como todos los hombres” (Cap. I, p. 17). Se aleja de la estirpe de los Tenorios, pues no posee atractivos físicos que lo distingan y tampoco rebuscamiento en el vestir y en el hablar. La alegoría del Prólogo —respecto al monje que por “salud de su cuerpo o por vevir más sano, usaba lectuarios apriesa e cutiano” y que, en vez de andar “devoto”, andaba “lozano”— parece perder, en este punto, su relación analógica con la historia de Don Juan. El personaje de Azorín posee, por el contrario, innumerables virtudes: sabe escuchar; no “presume de dadivoso”, adelantándose, con bondad y sencillez, a la petición de los necesitados, empeñándose aún para que el socorrido no sepa jamás de dónde proviene la ayuda. Para él, la amistad —“flor suprema de la civilización”— vale más que todo y sabe perdonar al desleal que declara noblemente su falta. Si un trazo de melancolía surge en su rostro, por sobre “sus pesares íntimos coloca, en bien del prójimo, la máscara del contento”. Es un filósofo y su transformación existe, no siendo, sin embargo, acompañada por el lector, el cual se pregunta en qué momento este cambio comienza efectivamente. Se trata, sin lugar a dudas, de un dato muy difícil de fijar, porque el narrador transita entre la omnisciencia y la interrogación, suponiendo o sugiriendo situaciones que, a la verdad, no puede o no quiere confirmar.
En “El Camino Misterioso” (Cap. X), el narrador emplea la primera persona del plural como si hiciera parte de un grupo de turistas que recorre la pequeña ciudad en busca de sus marcos históricos y obras de arte. Entonces, Don Juan se vuelve una pieza rara, tan importante y memorable cuanto el puente por sobre el río Cermeño, los restos de las murallas, los fragmentos de las estatuas o la catedral gótica. No es propiamente la historia de Don Juan lo que tenemos delante de nuestros ojos, sino la presencia de Don Juan en veinticinco cuadros y un epílogo, en los cuales -exceptuándose el tercer capítulo, que compone, juntamente con los dos primeros, la presentación-, el personaje interviene en rápida participación o simplemente asiste al desarrollo de los hechos. Los capítulos restantes se refieren a la pequeña ciudad o a sus habitantes.
Cuando surge al lado de los demás personajes, el Don Juan de Azorín determina su función en la obra. En “La Casa De Gil”, contempla líricamente el rústico y olvidado mundo del labrador, dejándose perder en la extrañeza que encierra la comprensión de la esencia del Tiempo, tema azoriniano por excelencia. Consigue identificar, en el ambiente de ese hombre “recio y curtido” por el trabajo del campo, el reflejo de una naturaleza ignorada por los españoles.
Se puede deducir, por consiguiente, que Azorín privilegia lo histórico como fenómeno cultural revelador de una idiosincrasia poco estimada. Por esta razón misma mantiene su Don Juan lazos de identidad con los personajes picarescos. La diferencia fundamental radica en el hecho de que no es el Prado y Ramos de Azorín quien se mueve, como los pícaros tradicionales, a través de los ambientes: son los ambientes que se mueven delante y alrededor de él.
Lo cierto es que, aunque condicionado por una mobilidad limitada, Don Juan aparece en mundos diametralmente opuestos. De la sencilla y acogedora casa de Gil, se traslada a “La Casa Del Maestre” Don Gonzalo —coleccionador de monedas romanas, promotor de las “tertulias” de la ciudad y guardián de la Historia oficial de su pueblo—, cuyo refinamiento conoce tan sólo una imagen única del campo: la que se halla estampada en los espaldares de los “anchos y bajos sillones tapizados”, dispuestos en el salón rojo decorado al estilo Luis XIV.
Las figuras femeninas juegan un papel preponderante en esta tensión de contrarios. Ángela, por ejemplo, esposa de Don Gonzalo, está caracterizada a través de una expresión metonímica —la parte por el todo, o mejor, las partes por el todo: “la carnosidad redonda y suave de la barbilla, sus manos rosadas”— que señala enfáticamente su vida de “epicureísmo satisfecho”. Jeannette, hija de Ángela y del maestre, es la perfecta metáfora del mundo burgués. Producto del ambiente parisino, en dónde nació, encarna la frivolidad de una auténtica cortesana. Cuando Jeannette y Don Juan tropiezan en la narrativa, la joven ha completado ya los dieciocho años. Durante esta confrontación tiene lugar una transferencia de carácter, una vez que el donjuanismo se manifiesta en la figura femenina, no en la masculina. De hecho, la maliciosa e insinuante Jean / nette se nos muestra un verdadero Don Juan en faldas. En el protagonista azoriniano se evidencia, pues, la regresión del carácter aventurero de los Tenorios. Y contribuye para la consolidación de este proceso la cómica analogía sugerida con el saludo de Jeannette —“¡Buona sera, don Basilio!”— , quien, remitiéndose a Il Barbieri Di Siviglia, asume el discurso de la burla y del engaño, en tanto que Don Juan se ve reducido a un disfraz malogrado. [7]
Las intervenciones de Jeannette crean el contrapunto grotesco de la narrativa, como, por ejemplo, en el capítulo XXVI, cuando, tocando el piano y cantando alegremente, interrumpe en todo momento las lucubraciones de su padre acerca del Tiempo y de la Historia. Según la observación de Don Gonzalo —“en tono de reproche cariñoso”—, su hija va de Racine a Béranger como la cosa más natural del mundo, pasando por tanto, de manera brusca e irónica, del ideal de equilibrio entre la fe y el espíritu moderno a la sátira política. Eso explica por qué justamente el final de Bérénice, de Racine, sirve de epígrafe para coronar la despedida de Jeannette, que regresa, en el último capítulo, a París. La ambigua jovenzuela ideada por Azorín se configura como la parodia de los personajes femeninos del dramaturgo francés, los cuales se debaten entre desbordantes pasiones y el sentimiento del honor, del deber y de la virtud.
Pero la transmutación psicológica de Don Juan no sería completa sin la interferencia de una religiosa: Sor Natividad, abadesa del Convento de las Jerónimas, orden que, en el siglo XVI, había trabado lucha con el famoso e inflexible obispo Don García de Illán, opositor ferreño de la “placentera y alegre” vida de la cual gozaban antaño estas religiosas. Finalmente vencidas, las jerónimas quinientistas dejaron como herencia la antigua y libre vida de lasitud y profanidad. Originaria de este medio, Sor Natividad es, al igual que Jeannette, figura ambigua. Está caracterizada por movimientos gesticulares que denuncian vanidad y una sensualidad consciente. La monja parece repetir los ademanes de la sobrina, reflejando, ambas, niveles distintos de una sola personalidad. También Jeannette tiene consciencia de sus dotes físicas, y puede ostentarlas, las mismas dotes que, por su condición, Sor Natividad disimula.
A “Una Terrible Tentación...” —capítulo en el que ocurre el retraimiento de Don Juan frente a la malicia de Jeannette—, sobreviene “...Y Una Tentación Celestial”, donde Sor Natividad y Don Juan, lado a lado, sugieren nueva asociación simbólica con la pareja Pompadour-Latude: como la famosa dama retratada en las litografías francesas de la habitación de Don Juan, Sor Natividad fue concebida para ser “adorada”, en medio de un “primoroso retablo” (p. 36). Pero ni la Pompadour ni Sor Natividad son, seguramente, figuras celestiales.
Una cuarta figura femenina participa de este juego de contrastes: Virginia, hija del cachicán, empleado de la granja del doctor Quijano. Luciendo involuntariamente todo el simbolismo que su nombre encierra, la joven se opone a Ángela, Jeannette y Sor Natividad en la misma proporción con la que Gil se opone a Don Gonzalo. A partir de la cita de Góngora —“¡Qué bien bailan las serranas, qué bien bailan!”—, Virginia se dibuja con los trazos del vigor y de la simplicidad comunes a las gentes que viven en comunión permanente con la tierra. Don Juan se admira al ver a la joven. Jeannette y Ángela se divierten, sin embargo, riéndose de la cándida felicidad de la muchacha, que lleva en el cuello un “tosco y falso collar”. Jeannette le pide el collar a Virginia y, por fin, deja transparentarse en su rostro una profunda extrañeza al contemplar de cerca las finas y purísimas perlas, asombro éste compartido por Ángela cuando le enseña su hija el adorno de “la serrana”. De pie e inmóvil en el salón gris de la casa del maestre, con sus “colores vivos”, Virginia ofusca y trasciende el estático ambiente de artificialidad de la burguesía citadina. Los versos de Góngora ratifican el contraste, considerándose que la estilización aristocrática de lo popular es precisamente una de las claves estructurales de las obras de este poeta español.
A lo largo de su romería, el Don Juan de Azorín aprende a convivir con los ecos de un pasado que, en parte, no le pertenece: de hecho, son las reminiscencias de otros Juanes que convergen hacia la formación e interpretación de su psicología. Son ellas que le infunden vida y atestan, a la vez, su originalidad. Don Juan del Prado y Ramos cumple un recorrido que lo lleva a la “depuración” de esta herencia. Alejando de sí la índole narcisista, se vuelve hacia la realidad española, encontrando allí sorprendentes revelaciones, como en la parábola de “El Niño Descalzo” (Cap. XXXII). Para el Don Juan azoriniano, la comprensión de esta realidad es el símbolo mayor de su redención. Burlándose de sus propias raíces históricas y literarias, él se transforma en apóstol y obra un milagro: pasados quince días desde su encuentro con el “niño descalzo”, un tal Don Antonio Cano de Olivares muere, dejando gran fortuna destinada a la construcción de orfanatos para niños pobres.
En el Epílogo, Don Juan expresa la medida exacta de su nueva personalidad al contestarle a su hermana, quien le indaga acerca de sus riquezas y amores: “—Mi pensamiento está en lo futuro, y no en el pasado; mi pensamiento está en la bondad de los hombres, y no en sus maldades” (p. 152). Pero Don Juan del Prado y Ramos es pasado, presente y futuro, condensados y anulados todos los tiempos a través de la imaginación creadora. Es como un Fénix que resurge de la nada, pues, para Azorín, que cita a Racine en el epígrafe de la obra, “toute l'invention consiste à faire quelque chose de rien”.
Notas:
[1] Cf. Mercedes Sáenz-Alonso, Don Juan y el donjuanismo. Colección Punto-Omega (Madrid: Guadarrama, 1969), p. 89.
[2] Tirso de Molina, El vergonzoso en palacio. El burlador de Sevilla. Colección Austral, 10 ed. (Madrid: Espasa-Calpe, 1976).
[3] José Zorrilla, Don Juan Tenorio. El puñal del godo, Colección Austral, 13 ed. (Madrid: Espasa-Calpe, 1982).
[4] José Martínez Ruiz, 'Azorín', Don Juan, 8 ed. (Madrid: Espasa-Calpe, 1974), p. 13. Las demás citas de esta obra vendrán indicadas en el texto con el número de página entre paréntesis.
[5] Gonzalo de Berceo, Milagros de Nuestra Señora (Zaragoza: Ebro, 1955).
[6] Cf. José García-López, Historia de la literatura española, 15 ed. (Barcelona: Vives, 1966), p. 5.
[7] Zito Baptista Filho, A ópera, 2 ed. (Rio de Janeiro: Nova Fronteira, 1987).
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